jueves, 5 de junio de 2008

El placer del libro

Abrir un libro viejo, quizás ya amarillento, y oler sus páginas.

Ante un libro de segunda mano, imaginar a su anterior propietario y los motivos o circunstancias por los que ahora es mío.

Encontrar/descubrir aquel libro ansiado tanto tiempo en mitad de un mercadillo o librería de viejo. El saber que ha sido la suerte, la casualidad o el destino de hallar sólo uno entre cientos.

Comprar, por fin, ese título tan deseado. Reluce el interior de la bolsa de plástico. Apresuro rítmicamente mis pasos por la calle y sonrío ante la multitud desconocida incapaz de compartir mi alegría.

Iniciar una nueva lectura en el asiento del tren. Libro escogido con minuciosidad para la ocasión, quizás reservado para entonces, contenedor de mis esperanzas literarias. El libro y yo tan unidos entre el vacío y la gente.

La dulce y fiel compañía, la seguridad guardada en el bolso o el bolsillo, del libro en lugares de espera y soledad. En el cine o el teatro, en los viajes, los recreos y descansos, las horas muertas que reviven, el paseo voluntariamente en solitario. Los demás no lo saben -yo sonrío, traviesa- pero no estoy sola sino en la mejor de las compañías: la cálida y amiga, la secreta y juguetona, la deleitosa. La lectura.

La calmada sensación de la confianza, el cariño y la complicidad de contemplar mi biblioteca. Paso mis ojos por los lomos y recuerdo el momento en qué los traje, de dónde, con qué ilusión, fruto de la búsqueda o la suerte, cuándo los leí o por qué están aún en espera. Siento las estanterías repletas de palabras en uniones mágicas que las vuelven nuevas, se deslizan personajes con vidas completas o tan abiertas a mi imaginación que los conozco más que a mis amigos reales. Pesan en los estantes países y ciudades, barrios y rincones inventados. El número de los siglos y el nombre de otros mundos. Todo eso ven mis ojos en los lomos de colores, nuevos, viejos, desgastados. Siempre vivos.

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