Me llenaste la vida de cronopios, che, viejo. Qué insolencia la tuya, imaginarte un bicho imposible que me despierta a cada rato. Nunca me planteé tenerlos, menos que menos adoptar uno pero se me engancharon en el bolsillo y acá, ahí, allá están catala que catala de una punta a otra de mi vida. Porque no es que les tenga cariño, que los encuentre adorablemente tiernos o que me arañe el sueño deseando que existan. Es que los tengo colgados de las orejas, ¿entendés? A cada paso que doy me rebota uno. Respiro sintiendo que le soplé el respingo, que otro me enreda la cabeza y que un tercero, siempre en discordia animalito impar, quiere estornudar para ensortijar la ese de la acrobacia. Me saltaron a la cara la primera vez y, desde entonces, no se fueron, no se van. Ponete en mi lugar, Julio, querido. Tengo el corazón acordonado por estos bichitos tuyos y ni con disolvente los disgrego. Creo que todo empezó en el anónimo día en que perdí tu libro; digo anónimo porque merecería llevar el nombre de la mano viva que se lo quedó, por sustracción, olvido o generosidad desmesurada. Era rojo con tapas desgastadas. Los invoqué en alto muchas veces, en ese banco de piedra cerca de la torre; lo último que recuerdo. Ahora lo pienso y se me ocurre que bien pudieron ser ellos. Los cronopios. ¿Te parecen que son capaces de dejarse perder? Una forma de agarrarse, Julio. Desaparece el libro y, en su lugar, se me prenden como alfileres. Los desaparecidos que se quedan. Es cierto que algunos días los tengo dormidos, casi hasta el punto de olvidarme de este apadrinamiento involuntario, pero por lo general los veo haciendo cola en la punta de los dedos para probar, qué sé yo, algún tipo de paracaidismo vicevérsico de extremidad a extremidad o, si no es eso, entonces se me ponen a llorar por no encontrar la llave y tener el sello, por una foto movida quién sabe cómo ni pourquoi o, lo peor de todo, lo más insoportable, lo que me obliga a escribirte esta carta: me retan con toda la jeta del mundo a jugar a la rayuela. Tengo que caminar medio desarmada para no pisarlos. Catala tregua tregua espera vuelta el tejo de baldosa en baldosa. ¿Te das cuenta de la incomodidad que tengo? Porque todo lo que veo, hago o maldigo tiene de por medio la tristeza o alegría del cronopio. Insufrible darse cuenta de que los otros, sí, los otros, encajonan sus vidas con la libertad total de carecer de un cronopio. Pueden caminar sin necesidad de estar pendientes de esa tiza que les va pintando la ruta, pueden dormir con la tranquilidad absoluta de no desvelarse mientras sueñan, pueden mirar cualquier cosa, escuchame bien, Julio, pueden mirar cualquier cosa a través de nada. No como yo que donde poso los ojos poso al cronopio. Decime ahora si con todo esto puedo acceder, tan sólo acceder, a la posibilidad de armarme una vida ordenada, concertada y espaciosa en la que el aire sea aire y no un-aire-con-cronopio. Si te digo la verdad ya no me queda esperanza, quiero decir esperanza de esa color verde que dicen que dicen es lo último que se pierde, porque esperanzas de las otras te podrás imaginar que tengo a borbotones. La tríada elegantemente desarticulada de cronopios, famas y esperanzas. Te decía que gracias a tu ingenio mis días amanecen y se acuestan con la eterna disputa de: aplastar de nuevo al cronopio entre tapa y tapa (al fin y al cabo es, como si dijéramos, su vientre materno), o sacarlo a la luz del libre albedrío y dejar que me salte encima a piacere. El disgusto que tengo es que nomás se imagina que le sobreviene el aplastamiento literario (fijate que digo “se imagina”, porque tengo serias dudas sobre el pensamiento racional del cronopio o tan siquiera de la existencia de su capacidad de deducción) le estalla en todo su cuerpecito una especie de telegrafismo insoportable que lo hace titilar como cortocircuito en morse. Y me da pena el bicho, Julio. Me pongo a pensar en eso que contaste una vez del atraso del reloj y la tostada lagrimeada después del Luna Park y yo misma siento que el morse se me apodera en solidaridad, esta vez sí, voluntaria con el cronopio verde y húmedo. Total, que no lo aplasto. Quedo de nuevo con responsabilidad de madre bancándome sus partidas a la rayuela. Así voy, che, viejo, con tus bichos cosquilleándome las horas. Todavía me queda confesarte lo peor, lo más vergonzoso de este canto en honor o deshonor del cronopio. Los días aquellos en que el despertador no se les atrasa sino que se les atora, como a veces te me atorás vos a mí en la gargantuela, esos días de funcionamiento imperdonable del tictac mecánico, esos días en que se quedan dormidos todo a lo largo de su indefinida y nunca descrita forma, esos días, te digo, son los más tristes, los más imposibles, los más demoledoramente grises y vulgares de toda mi convertida vida a la fe del cronopismo.
Entonces, gracias, Julio.
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