martes, 20 de mayo de 2008

Carta a una carta


Cuando era niña y adolescente acostumbraba a escribir muchas cartas. La primera debió ser a los siete años y con sobre a rayas, lo que indicaba que se transportaría “Por avión”. Era una carta chiquita escrita con letras de colores, faltas de ortografía y puntuación más que dudosa. A ésa siguieron muchas, muchísimas más: hojas de cartas casi transparentes para que el peso fuera menor (ruidosas, delicadas), decoradas y a juego con el sobre, finalmente folios comunes, más prácticos y resultones. Recuerdo con cariño la llegada a casa del colegio, el momento en que revisaba el buzón y encontraba mi nombre dentro (a veces muchos nombres míos de distintas procedencias), o cuando sólo había facturas o cartas con nombres de otros. Me organizaba para responder cada una en su justa medida, en el tono que le correspondía en equilibrio con la familiaridad hacia el destinatario. Las había de primer contacto, de amistad ya consumada en donde la paginación era imprescindible, y otras que continuaban siendo primerizas a pesar del largo tiempo.

Por aquel entonces las cartas se escribían a mano (lo que permitía continuarlas a hurtadillas durante alguna clase aburrida), y el descifrar la caligrafía formaba parte del encanto. Pero cuando lo dicho rebosaba los límites de la mano cansada de apuntes académicos, lo mejor era recurrir a la máquina de escribir y, más tarde, al ordenador. Y, éste es el verdadero tema de estas líneas, tras el saludo y la pregunta del qué tal, venía casi por obligación LA DISCULPA. Te disculpabas por escribir mediante un medio ajeno a tu mano, lo que podría dar cierta idea de frialdad, de respuesta de oficina y secretaria. Por supuesto, nada tenía que ver la máquina con el contenido de la carta –de hecho, así se escribía más en menos tiempo- , pero según las normas no escritas de la buena educación, “quedaba feo”. Recordé todo esto al leer hace unos días esta disculpa en cierto volumen de epístolas, y me hizo gracia ver cómo cambian las formas, los modos, las costumbres.

Ahora una carta a mano resulta, la mayoría de las veces, un hábito antiguo, poco práctico. Ya casi nadie tiene en su escritorio un buen paquete de sobres ni varias planchas de sellos, y los buzones “reales” se conforman con recibos, notificaciones oficiales y postales navideñas (aunque menos cada vez). El teléfono, el chat, la videoconferencia, han suprimido buena parte de la comunicación epistolar, y la que queda, ha cambiado de arriba a abajo su vestimenta. ¿A quién se le ocurriría hoy en día “disculparse” al comenzar un mail? Ya no es necesaria la fecha del comienzo ni la firma del final, ¿cómo va serlo el reparo por no escribir a mano?

Continúo escribiendo a mis amigos, pero infinitamente menos que antes. Mis cartas electrónicas no son tan largas ni, por desgracia, tan densas. En el fondo, no hay nada que me impida extenderme o profundizar en lo que cuento, pero internet tiene un qué se yo que me distancia. Quizás sea la propia rapidez entre la emisión y el recibo que rompe esa espera, porque aunque el mail tarde en ser respondido, ya no es lo mismo, al menos para mí. No es la misma alegría que siento al “bajar mi correo” que la que sentía al bajar las escaleras para buscarlo. Puede ser que todo resida en los minutos entre girar la llave y desgarrar el sobre, o el notar que esas hojas (a mano, a máquina) han viajado del otro hacia ti.

Guardo muchas de estas cartas y, aunque pasen muchos años sin que mi mirada vuelva a ellas, conforman los recuerdos de buena parte de mi vida. Esas cartas contienen amigos que, con el tiempo, dejaron de serlo, y otros que, con ese mismo tiempo, se han fortalecido. Confesiones, invenciones, chismes y lamentos, firmas cambiantes y bromas espontáneas. Aunque ahora le dé al botón de impresión de mi buzón virtual, doble la hoja, la meta en un sobre e intente un lacre perfecto, no tiene, no puede tener, el olor, el tacto, el encanto de aquéllas.

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