Una no se lo espera, ni siquiera se acuerda de la última vez que llamó y, por descontado, entró. Sí recordás con liviana tranquilidad, con asombrosa despreocupación, que lo viste algún día por la calle, al borde de la cama o en un cuadro desdibujado por el tren. Lo viste y nomás. A lo mejor se saludaron sonriendo, con una sonrisa real o de escapada amnésica. Pero entonces —en ese entonces que pueden ser varios— no llamó a la puerta.
Y un día llama. Abrís y lo ves, o lo vislumbrás en la escalera. La miopía se vuelve indiferente, inexcusable, porque va a entrar de todos modos. Primero de a poco. Se queda en un rincón como si la cosa no fuera con él —aunque siempre es con él—, calladito, sin molestar, y vos con el alfiler prendido en la mano que te recuerda que ha llamado a la puerta, que llamará, que seguirá llamando hasta que quiera y pueda irse —no muy lejos, disimulando—.
En ese rato te hacés la sorda. Justo ahí aparece la guitarra —maldita, maldita guitarra— que revuelve entre acordes algo enmarañados para sacar, con orgullo, canciones medio olvidadas, menos de medio entonadas, que empiezan a romperlo todo. También de a poco. Van resquebrajando, sonando. Llamando a la puerta.
Empieza a abrirse, como sin querer. Te hacés la ciega. Y los ves bailar, cantar, moverse. Pasan —no querés que pasen— delante de vos, por los costados, comienzan a volverse muchos, a sonar demasiados, a traer de forma indiscriminada. Cada uno llamando a la puerta. La misma puerta.
Te vas como cualquier otro momento. Con la diferencia de que esta vez te vas volviendo.
Dan vueltas los días. También la puerta. Hay horas en las que casi no se oye, nublado; pero otras. Esas otras. En ésas se escucha bien claro cómo llama, llama, llama y entra. Por la pantalla, por el altavoz, por la página.
Llegás al sueño estando despierta o dormís sintiendo que revolvés las sábanas. Porque de un lado a otro de la almohada, ahora con más fuerza y más altura, están llamando a la puerta.
Abrís los ojos y sólo ves. Ya ha entrado. No está callado, ni arrinconado. Y tiene un juego completo de alfileres.
Y un día llama. Abrís y lo ves, o lo vislumbrás en la escalera. La miopía se vuelve indiferente, inexcusable, porque va a entrar de todos modos. Primero de a poco. Se queda en un rincón como si la cosa no fuera con él —aunque siempre es con él—, calladito, sin molestar, y vos con el alfiler prendido en la mano que te recuerda que ha llamado a la puerta, que llamará, que seguirá llamando hasta que quiera y pueda irse —no muy lejos, disimulando—.
En ese rato te hacés la sorda. Justo ahí aparece la guitarra —maldita, maldita guitarra— que revuelve entre acordes algo enmarañados para sacar, con orgullo, canciones medio olvidadas, menos de medio entonadas, que empiezan a romperlo todo. También de a poco. Van resquebrajando, sonando. Llamando a la puerta.
Empieza a abrirse, como sin querer. Te hacés la ciega. Y los ves bailar, cantar, moverse. Pasan —no querés que pasen— delante de vos, por los costados, comienzan a volverse muchos, a sonar demasiados, a traer de forma indiscriminada. Cada uno llamando a la puerta. La misma puerta.
Te vas como cualquier otro momento. Con la diferencia de que esta vez te vas volviendo.
Dan vueltas los días. También la puerta. Hay horas en las que casi no se oye, nublado; pero otras. Esas otras. En ésas se escucha bien claro cómo llama, llama, llama y entra. Por la pantalla, por el altavoz, por la página.
Llegás al sueño estando despierta o dormís sintiendo que revolvés las sábanas. Porque de un lado a otro de la almohada, ahora con más fuerza y más altura, están llamando a la puerta.
Abrís los ojos y sólo ves. Ya ha entrado. No está callado, ni arrinconado. Y tiene un juego completo de alfileres.
2 comentarios:
Hermoso y perturbador... felicitaciones Rayuela.
Estos días que estuve offline, extrañé tu blog.
Ah... me olvidaba, tuve el cumpleaños de un familair y le obsequié "El dios de las pequeñas cosas" (salvada por tu post).
Saludos!
¡Gracias, Veronika! También se te ha extrañada por acá.
Ojalá tu regalo de cumpleaños tenga éxito; es uno de los libros más hermosos que he leído.
¡Saludos!
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