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A pie de tinta
Uno de mis rituales al entrar en una librería, ya sea de las habituales, ya sea recién descubierta, es iniciar el recorrido de los "más buscados". Hablo de aquellos títulos que ni mi esperanza (cada día reforzada), ni la suerte (ese ser escapadizo), ni mucho menos el buen hacer editorial (al que en ocasiones vitupero interiormente) logran que lleguen a mis manos. Pero todavía conservo la ilusión, las ganas de corazón acelerado de encontrarlos algún día, como hechos en exclusiva para mí. Por supuesto, cuando eso sucede (porque "de vez en cuando la vida..." tiene a bien brindarme estos guiños) creo firmemente que se trata de una casualidad hermosa, de algún tipo de acontecimiento mágico que ha hecho que, durante ese momento exacto, coincidamos el libro y yo en el espacio-tiempo. La casualidad del instante preciso, porque de seguro que uno más o uno menos hubiera imposibilitado el encuentro.
Apuntemos ahora algunas de mis experiencias felices.
Allá por 1995, en plena euforia lectora sobre las raíces de la cristiandad (siempre en una rama histórica, pues mi fe no anda por esos derroteros), vi la película de Scorsese que cayó tan bien a la curia:
La última tentación de Cristo. Como no podía ser de otro modo, quise conocer también el libro en el que se había basado, escrito por Nikos Kazantzakis. No disponible, descatalogado, quién sabe... Lo pedí a las librerías y me mantuvieron a la espera con expectativas falsas, tanto que alguna de ellas entró en mi lista negra (de ese modo tan vergonzoso que me impedía, por prudencia, dejar de visitarlas, pero que me consolaba pisando el establecimiento con gesto de reproche). Un buen día ocurrió el "milagro": en un paseo habitual por la zona entré, cual autómata, a la librería estigmatizada con el único propósito de buscar
ese libro. Oh, allí estaba, recién recibido, recién reeditado en formato bolsillo. Fui hasta la caja casi como si tuviera un lingote de oro y estuviera rodeada por los cuarenta ladrones de Alí Babá, salí a la calle como si fuera una niña que acababa de haber visto a Mickey Mouse.
Otro final feliz fue el que me deparó Los propios dioses de Isaac Asimov. Fue el primer libro que saqué de la biblioteca tras una demorada y difícil mudanza a una nueva ciudad. Me maravilló tanto que quise tenerlo, poseerlo para mí solita, sin identificación de préstamo. Pues tampoco, en cada librería encontraba surtidas bibliotecas de Asimov... a falta siempre de éste. Un domingo en una Fnac hasta los topes de familias completas, surgieron estos dioses de los que había un solo ejemplar: el mío. Poco me importaron la larga cola, la calefacción exagerada o los minutos que se aproximaban con peligro a la hora de comer, pues todo era perfecto: lo había encontrado, me había encontrado. (También se trataba de una reedición reciente.)
El siguiente caso estuvo protagonizado por Thomas de Quincey y su muy peculiar obra Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Mi interés por este librito que apenas sobrepasa las cien páginas surgió en las clases de Ética de la facultad, de la mano de un también peculiar profesor (al que guardo gran cariño) que, entre Moro, Bentham (con su momia) y Hume, nos hablaba de Thomas de Quincey y de American Pycho. Mi infructuosa búsqueda terminó la mañana en que una compañera de clase (que apenas me había dirigido la palabra durante dos años) me avisó de que había localizado un ejemplar, manoseado y escondido, en la librería que estaba frente al campus. Sobra decir que salí corriendo en cuanto sonó el timbre (licencia poética: el fin de la clase eran nuestros relojes). Gran felicidad. Cuando uno o dos meses después Alianza decidió reeditarlo sufrí una extraña conmoción mezcla de risa y enojo.
Mi "casualidad" más reciente fue Los desposeídos de Ursula K. Le Guin. Por qué, por qué siempre tengo la necesidad imperiosa de leer la obra-que-no-se-encuentra... La primera decepción la viví el día que tuve al alcance el que debía ser uno de los últimos remanentes de la edición y cuya compra, con el juicio obnubilado y la cartera escasa, decidí demorar. Cuando pocas semanas después acudí a su rescate, me encontré con un establecimiento desolado que había cerrado las puertas para siempre. Pero el buen hacer editorial escuchó mi llanto y publicó, hace unos meses, esta obra y otras dos en un volumen. En esta ocasión la sorpresa la recibí en forma de regalo y casi se me salen los ojos cuando lo tuve.
En el momento actual mis esfuerzos están concentrados, desde hace ya demasiado, en una novela del desconocido en España Marco Denevi: Rosaura a las diez. Confieso que, en un momento de debilidad y desesperación, conseguí una versión digital que guardo en mi disco duro sin ánimo de abrirla. Mezcla de orgullo, de amor por el libro físico y de fe en la casualidad mágica que, seguro, seguro, de una forma u otra propiciará el encuentro.