Esta vez ha sido un jueves. El viernes volví a a amanecer con una esquela que apenas podía creer. ¿Realmente… realmente había muerto Michael Jackson? Su estado de salud en los últimos tiempos no hace de la noticia una sorpresa, es cierto, pero tenía el pensamiento absurdo de que estaba envuelto en una especie de inmortalidad, de una burbuja que lo haría desaparecer de viejito, con su corona de Rey del Pop. Obviamente se trataba más de un deseo personal que de una probabilidad. Ha muerto Michael Jackson, esos pies mágicos, ese hombre espectáculo. Por desgracia, su muerte se ha convertido en el trampolín perfecto para recordar cada una de sus excentricidades, tanto las reales como las falsas. Supongo que la prensa amarilla debe estar frotándose las manos, desesperada por conseguir acceso a los detalles más morbosos, a las imágenes más deplorables. Mucha gente lo recordará por lo que hizo o dejó de hacer en su vida privada, cuando lo que importa es lo que fue sobre el escenario, aquello a lo que consagró su vida.
Recuerdo ver el vídeo de “Thriller” en mi casa de Buenos Aires, a los 4 ó 5 años; esa imagen vestida de rojo, moviéndose con un ritmo fuera de lo normal. Pero sobre todo mi adolescencia fue también Michael Jackson. La tarde que salí a comprar su nuevo single (“Black or white”) que salía a la venta ese día; cómo me robaron el cassette de Off the wall (grabado, con una carátula que me había fabricado con fotos de revista) de la bolsa de gimnasia del colegio; las, ahora incómodas y enormes, cintas VHS repletas de vídeos de la tele, el concierto de Bucharest, los making off, la entrevista con Ophra; las carpetas llenas de recortes; los posters en la habitación. Y el concierto. El concierto más grande al que he acudido. Esa noche inmensa, poderosa, que todavía recuerdo con la misma piel de gallina que tuve a los 13 años.
Lunes 21 de septiembre de 1992, Estadio Carlos Tartiere de Oviedo. Pude acudir gracias al permiso de mis padres, que sabían de la importancia del acontecimiento y que nos les importó que perdiera dos días de colegio y, por supuesto, a la facilidad de tener una compañera con familia en Oviedo. Eran las fiestas de San Mateo y cada noche se vivía en Oviedo un concierto distinto, el broche fue ese lunes (inicialmente debía ser el domingo, a otra hora y en otro lugar) con la parada espectacular del Dangerous Tour. No recuerdo cómo entré al recinto, ni a qué hora, pero sí que se me hizo eterna la espera, la actuación de apertura de una Rozalla de la que nadie se acuerda. Entonces sonó el ‘Carmina Burana’, las dos enormes pantallas comenzaron a vibrar con fotos de sus conciertos y, de repente, propulsado por una plataforma desde abajo, apareció sobre el escenario. Entonces me di cuenta de que también yo era capaz de gritar como una loca. Fueron dos horas de gigantesco espectáculo, de no terminar de creerme que yo estuviera ahí, viendo a alguien tan grande. Recuerdo que a nuestro lado había un padre con sus dos hijos, más pequeños que nosotras, que nos convidaron a golosinas y, lo mejor, a echar algún que otro vistazo a través de los prismáticos (así vi, de “bien cerquita”, su famoso paso durante “Billie Jean”). A la salida me compré una camiseta, que murió de puro desgastada, y creo que hasta nos grabó la televisión local en plena euforia. Aquella noche apenas dormí. Una extraña somnolencia en la que reviví, con pelos y señales, las dos horas de concierto. Por la mañana tenía la sensación de haberlo vivido dos veces.
Esta mañana he visto un par de vídeos, horribles en audio e imagen, de esa noche en Oviedo. Me emocioné pensándome ahí, a mis 13 años, presenciando lo que para mí fue “el mayor espectáculo del mundo”.
Vida triste. Genio absoluto de la música y el baile.
1 comentarios:
Triste pérdida, yo también lo imaginaba viejecito y flaco... Me quedo con "Heal the World"...
Carol.
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